lunes, 4 de abril de 2011

Edgar Gun


Su nombre era Edgar Gun.  Se había llamado de otra manera en el pasado pero eso ahora ya no importaba. Había sufrido demasiado estos últimos años. Se había pasado desde los diecisiete años vagabundeando de un hospital a otro para que alguien le escuchase pero nadie le había creído. Ahora  sabía que no había marcha atrás y que se comenzaba a consumir. Cogió un cigarrillo y lo encendió. Se quedó observando como la punta del cigarro que  se volvía grisácea y vio cómo se iba convirtiendo en ceniza. En ceniza, en eso mismo se iba a convertir el. En ceniza pisoteada por el dolor de haber buscado ayuda y refugio en unos amigos que lo dejaron de lado, en una familia que no le entendía. Vivía en una sociedad en la que no aceptaban a gente como él. Blanca, la única que siempre le había entendido, había sido ingresada en un lugar atosigador en el que decían que la curarían. Edgar sabía que ella no tenía nada. Ella era así. Cambiada, era un como camaleón, pero le impedían refugiarse en los disfraces de sus sentimientos. Edgar estaba solo y tenía que buscar la manera de acabar con esto ya. No quería aceptar las miradas extrañas de la gente que le veía pasar. Él iba a hacer algo contra ello pero aún no había descubierto  que. Dejó caer el cigarro, lo pisó varias veces, se echó a andar. No había dado ni tres pasos cuando se dio la vuelta para mirar si de verdad lo había apagado. “Apagado”, dijo en voz alta. Un señor que pasaba a su lado le miró asustado. Se cruzaron sus miradas y el hombre echó a correr. “¡Corre! No vaya ser que te pase algo”, dijo Edgar entre carcajadas.
De nuevo un ataque. Sus manos empezaron a temblar y su corazón latía frenéticamente. Se sentó en el banco e intentó recordarla. Recordar su mirada y su sonrisa dulce. Intento llamar a su memoria el tono juguetón de su voz. Siempre que pensaba en ella se calmaba. Ella era su única medicina y se la habían arrebatado. “Esto no va a quedar así”.

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