miércoles, 13 de abril de 2011

La espera

Sentado enfrente de la puerta de embarque no puede parar de morderse las uñas. Coge su maletín gris oscuro, gastado por el tiempo que lleva acompañándole, y lo abre. Saca un libro, lo mira, lo abre, lo cierra y lo guarda. Mira hacia los lados, observa la gente que le rodea y decide levantarse. Una vez de pie comienza a andar en círculos, al principio lento y cada vez más rápido. De pronto se para en seco, respira profundamente, mira el reloj de su BlackBerry y se sienta de nuevo. Sentado comienza a mover sus piernas velozmente haciendo temblar todos los demás asientos. Sus uñas ya están tan diminutas que decide arrancarse la piel levantada y desgastada que las rodea.  Divisa a unos metros una máquina expendedora. Mete la mano en el bolsillo. Efectivamente tiene algunas monedas y se acerca a por un refresco. Moneda, botón, refresco. La lata cae, la saca. Sin haber podido abrirla del todo empieza a salir todo el contenido simulando una explosión  marrón. La camisa blanca y el traje de una cara marca italiana están empapados por el dulce líquido. El hombre se acerca a una papelera, tira la lata medio vacía ensuciándose un poco más la mano. Enfadado le da una patada al cubo y se dirige a los aseos de caballeros. Pasados unos cinco minutos el hombre sale con la cabeza enrojecida y la camisa arrugada y aún húmeda. La chaqueta del traje que lleva colgada del brazo empieza a deslizarse hasta caerse al suelo. Una agradable mujer se le acerca y le indica en tono dulce que se le ha caído la chaqueta. El hombre la mira con rabia y la levanta.”Gracias” se oye. Aunque más que oírse se intuye. Mira de nuevo la hora, resopla. Se le acerca una azafata y le dice, “Disculpe, es nuestro fallo pero su asiento ha sido vendido dos veces, y ya que el otro pasajero adquirió su billete antes que usted lamento tener que comunicarle que usted tiene que quedarse en tierra. Le pagaremos el hotel y el vuelo de mañana.”

lunes, 4 de abril de 2011

Calcetines salvavidas


Serpientes y cocodrilos. Sé que están allí, siempre han vivido debajo de mi cama, observándome por las noches y soltando fuerte el aire siempre que pongo los pies en el suelo. Sobre todo por las noches. Todas las noches. Pero necesito ir al baño, no puedo más. Tengo que levantarme y mi hermano no está para ayudarme. Está de campamento y me ha dejado solo con todos estos monstruos. ¿Cómo lo voy a hacer? Empiezo a palpar para encontrar mis gafas. Las tengo, me las pongo a oscuras. Abro el primer cajón de la mesita de noche y saco unos calcetines. Mis calcetines gordos para no sentir su respiración que sale de debajo de la cama. Me los pongo.  Enciendo la luz pero no veo que mi pie se ha enganchado en el cable de la lámpara y salgo corriendo. La lámpara cae al suelo y la bombilla explota. La luz desaparece. Pero yo ya estoy en el pasillo. No puedo volver a entrar, los calcetines solos no me van a ayudar, los calcetines no los va a alejar. Enciendo la luz del pasillo y me pongo a buscar una linterna por todos los cajones del mueble de la entrada. Nada. No puedo volver a entrar en mi habitación si está la luz apagada. Desde afuera no la puedo encender. Tengo frío y quiero dormir. Me siento en la alfombra de delante del baño y como siempre el suelo está caliente. Me tumbo y empiezo a pensar que puedo hacer para volver a mi cama. Pero mis ojos me pesan y no puedo pensar. Me quito las gafas, las pongo en el suelo y cierro los ojos. Mañana le pediré a mamá que me compre una linterna para espantar a las serpientes.

Edgar Gun


Su nombre era Edgar Gun.  Se había llamado de otra manera en el pasado pero eso ahora ya no importaba. Había sufrido demasiado estos últimos años. Se había pasado desde los diecisiete años vagabundeando de un hospital a otro para que alguien le escuchase pero nadie le había creído. Ahora  sabía que no había marcha atrás y que se comenzaba a consumir. Cogió un cigarrillo y lo encendió. Se quedó observando como la punta del cigarro que  se volvía grisácea y vio cómo se iba convirtiendo en ceniza. En ceniza, en eso mismo se iba a convertir el. En ceniza pisoteada por el dolor de haber buscado ayuda y refugio en unos amigos que lo dejaron de lado, en una familia que no le entendía. Vivía en una sociedad en la que no aceptaban a gente como él. Blanca, la única que siempre le había entendido, había sido ingresada en un lugar atosigador en el que decían que la curarían. Edgar sabía que ella no tenía nada. Ella era así. Cambiada, era un como camaleón, pero le impedían refugiarse en los disfraces de sus sentimientos. Edgar estaba solo y tenía que buscar la manera de acabar con esto ya. No quería aceptar las miradas extrañas de la gente que le veía pasar. Él iba a hacer algo contra ello pero aún no había descubierto  que. Dejó caer el cigarro, lo pisó varias veces, se echó a andar. No había dado ni tres pasos cuando se dio la vuelta para mirar si de verdad lo había apagado. “Apagado”, dijo en voz alta. Un señor que pasaba a su lado le miró asustado. Se cruzaron sus miradas y el hombre echó a correr. “¡Corre! No vaya ser que te pase algo”, dijo Edgar entre carcajadas.
De nuevo un ataque. Sus manos empezaron a temblar y su corazón latía frenéticamente. Se sentó en el banco e intentó recordarla. Recordar su mirada y su sonrisa dulce. Intento llamar a su memoria el tono juguetón de su voz. Siempre que pensaba en ella se calmaba. Ella era su única medicina y se la habían arrebatado. “Esto no va a quedar así”.

La ventana


Sola en la habitación. Tumbada con la mirada dirigida hacia la ventana. Comienza a sentir una incómoda corriente de aire frío bailando por su espalda. De pronto la ventana se abre  haciendo danzar las cortinas azules. SE levanta para cerrarla pero cuando se vuelve a meter en la cama se abre de nuevo. Un inmenso sentimiento de angustia le invade y comienza a robarle la respiración. Su corazón, un tambor inquietante, no para de dar golpes contra su pecho. Una ráfaga de viento entra en el cuarto, sin embargo ella no consigue aspirar nada del oxígeno que vuela por su habitación. Sigue la angustia. Su garganta empieza a secarse y siente como se parte por dentro. Sus intentos de respirar son en vano- solo consigue sofocarse más. Fuego en su garganta. Golpes en su cuerpo. Se asoma a la ventana y abre la boca como una serpiente lista para atacar. Pero el aire no quiere entrar en ella.
Un grito – todo se para. Todo se vuelve oscuro. Los tambores se callan, el fuego se apaga. Abre los ojos – la ventana está cerrada.